domingo, 10 de abril de 2016

El puerto de Altamira 1811-1823

                                                                                     Octavio Herrera Pérez


Debido a su prestigio e indiscutible importancia económica, desde siempre se ha considerado la fundación del puerto de Tampico en 1823 como un episodio singular, que en apariencia inauguró una etapa de gran dinamismo mercantil que definió en lo sucesivo las características del extremo sureste de la entidad, al menos hasta el presente. Y, por el contrario, la gesta fundacional encabezada por el ayuntamiento y el vecindario de Altamira, de establecer una población a orillas del Pánuco, se ha visto como un acto anecdótico, bucólico, que apenas merece unas líneas en el preludio histórico de Tampico; cuando en realidad en ese lugar se generaron las condiciones claves que permitieron la creación y consolidación del puerto jaibo.
Vista de la Plaza de Armas de la Villa de Altamira y de la iglesia de Nuestra Señora de las Caldas, dedicada al Señor de Santiago durante la Guerra de Independencia.
    
La barra del Pánuco o de Tampico

De acuerdo a los mitos prehispánicos, la boca del Pánuco fue punto de arribada nada menos que del dios Quetzalcóatl, lo que hizo de este sitio un lugar venerable en el México antiguo. Hace quinientos años los primeros navegantes españoles detectaron la poderosa afluencia fluvial de esta corriente en el mar y la llamaron igual como los indios huastecos la conocían desde hacía milenios, e incluso el conquistador Hernán Cortés en 1522 hizo llamar “Pánuco” a la provincia asentada en esta región costera. Vendría luego el establecimiento de la villa de San Luis de Tampico, en la margen derecha del río, que se mantuvo de manera precaria y como un simple villorrio desde el siglo XVI hasta el XVIII, amenazada por los piratas que le disputaban la gloria y el oro al imperio español. Para su defensa se proyectó construir una fortaleza en la barra, pero no se concretó, como tampoco se autorizó su funcionamiento como puerto, aunque furtivamente de repente llegaba algún barco de contrabando.

El lindero sur del Nuevo Santander

Al fundar el coronel José de Escandón la Villa Altamira en 1749 se definió el alcance territorial del Nuevo Santander hasta la barra del Pánuco, pero sin que proyectara de ningún modo una habilitación portuaria sobre el río, ya que por un lado había una prohibición tácita en ese sentido, como también porque él deseaba empeñar todos sus esfuerzos e influencia para crear un puerto, pero en la barra de Santander o Soto la Marina, lo que tampoco pudo lograr. Así transcurrió la segunda mitad del siglo XVIII, caracterizada a nivel global por crecientes tensiones geopolíticas en Europa y América del Norte, que dieron como resultado una revolución en Francia y la emancipación política de las Trece Colonias, de las que surgieron los Estados Unidos. Todo esto pronto tuvo repercusiones en el Golfo o Seno Mexicano, debido a que España se vio obligada a liberalizar gradualmente su comercio, monopolizado hasta entonces por el nudo gordiano del puerto de Veracruz. Fue así que se autorizó la apertura de la barra de Tampico a los navíos que comerciaban sal de Campeche, lo que era un contrasentido, pues en Altamira había importantes yacimientos salinos que eran explotados por su vecindario y de los pobladores de Pueblo Viejo (como se llamó después al antiguo San Luis de Tampico), los que pagaban antiguamente a la corona una cantidad para solventar los gastos de la Armada de Barlovento, que combatía los piratas. Pero ahora ya no existía esta amenaza y en cambio el contrabando comenzaba a ser una realidad, anclando los barcos en el paraje del Humo, ante de los bigotes de los funcionarios coloniales.

La guerra de independencia y la apertura portuaria de facto

Soldados realistas durante Guerra de Independencia
Al estallar el movimiento de Dolores en septiembre de 1810, sus repercusiones impactaron notablemente en el Nuevo Santander. La mayoría de las milicias locales se adhirieron a la insurgencia, por lo que el gobernador Manuel Iturbe e Iraeta debió refugiarse en la villa de Altamira, que quedó convertida en el único reducto realista de la provincia. Aquí entregó el gobernador el mando político y militar a Joaquín de Arredondo, comandante del regimiento fijo de Veracruz, quien desembarcó en la barra de Tampico con la misión de ir a interceptar a los líderes insurgentes, que iban rumbo a Estados Unidos; pero no tuvo ya necesidad de seguir, al ser capturados en Coahuila tras una conspiración realista. No obstante, Arredondo debió iniciar una campaña de limpieza contra distintos brotes insurgentes, por lo que requería de dinero, para lo cual autorizó la apertura de la barra de Tampico al comercio, instalándose en Altamira una receptoría aduanal, donde pronto comenzaron a fluir los recursos, indispensables para financiar los esfuerzos de guerra del ejército realista en la región.
     La villa de Altamira se configuró así en un verdadero puerto de altura, a pesar de encontrarse tierra adentro, pero a la que se podía llegar por agua en grandes lachas desde el Humo o desde el paraje de “Tampico el Viejo” (eufemismo alusivo a una pesquería sin importancia ya desaparecida, nombre que después, como se verá, se utilizó como argumento para justificar el “repoblamiento” de Tampico en 1823), a través de las lagunas de Champayán, Chairel y el brazo del río Tamesí que penetraba al Pánuco. Fue una corta pero lucrativa época de oro en Altamira. Se terminó de construir el imponente inmueble de la iglesia parroquial, al que se cambió de advocación, antes dedicado a Nuestra Señora de las Caldas, pero ahora adjudicado al caballero Santiago Apóstol, defensor de la cristiandad y de la corona española. También se formó una poderosa élite local, representada en las figuras personales de Cayetano Quintero, José Antonio Boeta y Salazar, Juan de Villatoro, Andrés de Lagos y Pedro Paredes y Serna. 
Recibo e la Aduana Real de Altamira en 1818

El sacrificio de Altamira: la fundación de Tampico  

En 1820 y en el marco del restablecimiento de la Constitución de 1812, las Cortes españolas declararon habilitada la barra de Tampico al comercio exterior. Para la villa de Altamira el problema era que desde 1818 el virrey conde de Venadito había formalizado el establecimiento de una aduana en el Pueblo Viejo y por tanto llevaba ventaja cuando llegó la hora de la independencia. Sin embargo, fue tan breve el imperio de Agustín de Iturbide que no se refrendó la existencia de una aduana nacional en este lugar. Fue el momento que aprovechó Altamira, al obtener de Antonio López de Santa Anna, a la sazón en rebeldía contra Iturbide y de paso por aquí en tránsito entre Veracruz y San Luis Potosí, la autorización para fundar una nueva población con grandes potencialidades portuarias a orilla del Pánuco, lo que ocurrió el 12 de abril de 1823. Este acto se hizo con la plena conciencia que de llegar a consolidarse este asentamiento, la villa de Altamira se eclipsaría. Y así ocurrió, cuando en 1824 el Congreso de la Unión decretó el establecimiento de la aduana marítima en la nueva ciudad de Santa Anna de Tampico. Debió pasar un siglo y medio, con la construcción del puerto industrial de Altamira, cuando esta antigua villa colonial, volvió a desplegar sus alas como una verdadera Ave Fénix de la modernidad, porque es allí donde está ahora el palpitar económico y el mayor horizonte de futuro en la más grande conurbación de Tamaulipas.  



Salirse del huacal bajo el régimen posrevolucionario: la Rebelión Caballerista



                                                                             
Octavio Herrera Pérez

“La historia se repite”, suele ser un lema al que con frecuencia se recurre para señalar episodios ya pasados, que parecieran asemejar a otros similares en el presente. Sin embargo esto no es correcto en un sentido estricto, pero lo que sí existe continua e incesantemente en política, es la lucha por el poder, como ha ocurrido desde el origen de los tiempos, lo que nos ofrece en apariencia la repetición de las cosas. Pero en todos los casos existen contextos diferentes, más aún en un país como el nuestro, donde las prácticas políticas han sido bastante ajenas a un libre y efectivo juego democrático. Porque aún estamos frente a una democracia nominal, generalmente acaparada o decidida por un poder hegemónico, como fue el porfiriato o en el largo periodo presidencialista del siglo XX mexicano, y ahora sujeta a la lucha entre las elites que predominan en las facciones partidarias, las que a pesar de todo, aun dentro de ellas y aunque colisionen mutuamente por dominar la escena, se miden de no salirse de contexto, para seguir dentro del juego. No hacerlo es quedar descartado, sobre todo cuando una de estas facciones vuelve a tener la referencia de un poder presidencial en la cumbre,  igual como sucedió en 1917, cuando a pesar de sus éxitos (la Constitución entonces; las reformas estructurales ahora), el poder central debió verse de frente a las inercias regionales, que cuestionaban su autoridad y sobre todo su decisión de marcar la línea política electoral de alguna entidad.
     Así sucedió en Tamaulipas en ese 1917, cuando los generales Luis  Caballero y César López de Lara, tras el triunfo del constitucionalismo, quedaron situados en el camino de convertirse en hombres fuertes de la entidad. El problema fue que solo uno podría imponerse, por lo que su confrontación solo fue cuestión de tiempo. Esto sucedió durante el proceso electoral que tuvo lugar ese año, para la renovación de los poderes estatales y municipales. Para ese momento, Caballero mantenía una relativa ventaja por cuanto al control político del estado, a través del Partido Liberal, por lo que su objetivo era reafirmar su poder en forma constitucional. Sin embargo, para el presidente Venustiano Carranza, el caudillismo que ya encarnaba Caballero no iba acorde al designio de contar en Tamaulipas con un gobernante más afín a las decisiones del gobierno nacional, máxime que sobre esta entidad gravitaban los importantes intereses extranjeros ligados a la industria petrolera, los que soterradamente financiaban a Manuel Peláez, quien actuaba como jefe de las “guardias blancas” que custodiaban la región de la Huasteca y se mantenía ajeno al gobierno carrancista.
   Durante esta transición Carranza había nombrado a Gregorio Osuna como gobernador provisional, responsable de celebrar los comicios en el estado, pero que en primera instancia debió organizar las elecciones federales, en las que se demostró el peso del Partido Liberal, al conseguir las dos senadurías (una de ellas para el general Emiliano P. Nafarrate), además de tres de los cuatro distritos electorales para las diputaciones. Aun con estos resultados, el gobierno de Carranza impulsó la candidatura de López de Lara, bajo el sello del Partido Demócrata Popular.
     Realizar las elecciones en este contexto era apuntalar a Caballero, quien además se había manifestado proclive a la facción política del general Álvaro Obregón, quien de manera evidente pretendía suceder a Carranza en la presidencia de la república. Esto hizo que el gobernador Osuna pospusiera la celebración de los comicios para elegir al nuevo gobernador y al congreso. Carranza avaló esta decisión con el argumento de la existencia de problemas laborales en Tampico, que entorpecían las relaciones del gobierno nacional con las compañías petroleras extranjeras, algo geopolíticamente muy espinoso, puesto que estaba en juego el desenlace de la Primera Guerra Mundial, con la intervención de Estados Unidos en el conflicto.
      Y a pesar de que Caballero presionó al gobierno de Carranza para la realización de las elecciones en Tamaulipas, el presidente no se inmutó y para despresurizar el tema nombró a Alfredo Ricaut como nuevo gobernador provisional del estado. Para diciembre finalmente se celebraron las elecciones municipales, quedando la mayoría de ellas en manos de personajes afectos a Caballero, quien quiso demostrar con esto que era el hombre que resultaría inevitablemente electo en los comicios para gobernador, que finalmente se celebraron el 3 de febrero de 1918. Sin embargo, los partidarios de López de Lara manifestaron tener mayoría en el nuevo congreso local, declarando su triunfo, para enseguida instalarse como la nueva legislatura; acto que de manera similar replicaron los caballeristas. Entonces se observó en Ciudad Victoria el funcionamiento de dos legislaturas, que avalaban a sus respectivos gobernadores, solamente soportados por sus propios adeptos. La respuesta de Carranza fue no reconocer a ninguna de las dos, turnando el caso a la comisión permanente del Congreso de la Unión, luego al senado y finalmente se pidió parecer a la Suprema Corte de Justicia de la Nación. En tanto, ambos contendientes se reunieron en la ciudad de México donde se intentó una mediación política, la que acabó en el insulto personal y en un duelo ocurrido en Chapultepec, que casi terminó en tragedia.
   Mientras tanto en Tamaulipas el asunto tomaba un punto álgido. El senador Nafarrate había asumido como gobernador interino, esperando el reconocimiento del triunfo de Caballero. Sin embargo, en una visita que hizo a Tampico fue asesinado, por sus opositores políticos. Esto caldeó aún más los ánimos, máxime que Caballero no logró que Carranza cambiara de opinión. De regreso a Ciudad Victoria, el siguiente paso fue la rebelión, que estalló el 18 de abril, tras negarse a negociar con Carranza por la vía telegráfica su conformidad a mantenerse quieto y aceptar las órdenes superiores. El presidente, a la par, ordenó al general Manuel M. Diéguez, que desde Tampico avanzara hasta la capital de Tamaulipas, como también lo hizo desde Monterrey el general Carlos Osuna. Presionado militarmente, Caballero arengó a sus partidarios, recopiló los exiguos recursos públicos que había en las oficinas públicas, y abandonó la capital, acompañado por Eugenio López, el comandante de la 5ª división, que en total sumarían unos 1 600 hombres. El resultado de esta decisión selló el destino de Caballero, pues fue derrotado en su intento de hacerse fuerte en Santander Jiménez, dispersándose sobre la Sierra de San Carlos. Y aunque intentó realizar una alianza con distintas facciones opositoras a Carranza y con enviados de Peláez, no llegaron a ningún acuerdo, perdiendo incluso este posible frente político. Finalmente, sin fuerza militar, aislado y salido completamente del huacal, partió al exilio rumbo a Texas. En tanto, en el estado las fuerzas políticas se ajustaron a los designios provenientes de la ciudad de México. López de Lara se mantuvo disciplinado, lo que le valió retornar a Tamaulipas en una nueva contienda electoral, bastante arreglada con los nuevos señores del poder –los sonorenses, y sobre todo Álvaro Obregón–, lo que le permitió convertirse en gobernador constitucional de Tamaulipas en 1921, solo para caer en desgracia dos años más tarde, al apostarle a otro gallo para la presidencia de la república por la vía de una rebelión militar, pero esa ya es otra historia que después abordaremos.





De capital estatal a cabecera departamental Ciudad Victoria 1836-1846


                                                                        
Octavio Herrera Pérez

   A mediados de 1834 se manifestaron en Tamaulipas las noticias a favor de la centralización política del país. Así se expresaron las guarniciones de Matamoros y Tampico, a lo que se sumó la adhesión de numerosas localidades de la entidad. La inercia del antiguo régimen estaba en marcha, al proclamarse la defensa de la religión católica y la derogación de las reformas liberales de Gómez Farías, quien fue destituido por el presidente Santa Anna, erigiéndose como cabeza de esta nueva tendencia política.
    En Tamaulipas Francisco Vital Fernández dominaba el escenario. Sin embargo los grupos opositores proliferaron. Mientras tanto, el congreso nacional adoptó las medidas para hacer del país una república central, expidiendo un decreto provisional que culminaría después en las Siete Leyes. Se trataba de un régimen con un ejecutivo fuerte, sancionado por el supremo poder conservador. Las entidades federativas se redujeron a la categoría de departamentos, gobernados por una junta electiva y un gobernador designado por el presidente, y desaparecieron muchos ayuntamientos.
    Impuesta esta nueva realidad política, el Ayuntamiento de Ciudad Victoria se pronunció por la república central, el 10 de junio de 1835. Esta medida era significativa, ya que los cabildos de las capitales departamentales desempeñarían un papel relevante en el nuevo sistema de gobierno, como bien lo entendieron los ediles victorenses. Por su parte el gobierno del estado hizo que la Legislatura convocara a sesiones extraordinarias, para hacer una consulta a las poblaciones de la entidad sobre este tema, manifestando la mayoría de ellas su adhesión a la república central. Aprovechando el vacío legal, José Antonio Fernández Izaguirre se erigió como el gobernador y disolvió el Congreso. Enseguida se instaló entonces una Junta Departamental, integrada por el Ayuntamiento de Ciudad Victoria. A nivel nacional, en 1837 se encumbró nuevamente al general Anastasio Bustamante en la presidencia. Y como un “hombre de bien”, ligado a las élites de las distintas regiones del país, el nuevo mandatario designó a José Antonio Quintero como gobernador del Departamento de Tamaulipas.
     El centralismo quiso reconducir políticamente al país con decisiones tomadas desde la ciudad de México, semejante al despotismo ilustrado de la monarquía, pues incluso se pasaron por alto las aportaciones del régimen constitucional gaditano, cuyas medidas liberales habían sido una plataforma de transición hacia la primera república federal. En la práctica era la base de una política conservadora que sumaba numerosos adeptos, particularmente entre las clases pudientes, lo mismo que para la iglesia y el ejército, ya que para estas dos instituciones el centralismo aseguraba el mantenimiento de sus privilegios y canonjías. El problema fue que en muchas partes del país, como en Tamaulipas, el centralismo desplazó a los pueblos y a las pequeñas y medianas elites emergentes de la dirección política y administrativa de sus propias regiones, sin acceso a los puestos ejecutivos, legislativos, judiciales, aduanales o de la milicia local, que antes habían disfrutado. Por otra parte, los antes prósperos puertos de Tampico y Matamoros, fueron acosados por implacables medidas restrictivas. Así mismo, aumentó la irritación en el norte de la entidad ante la incapacidad del gobierno central para impedir las incursiones de los indios bárbaros, en tanto que el ejército se mantenía acantonado en la línea del río Bravo a la espera de una eventual reconquista de Texas, perturbando su presencia a la población civil.
       Como en otras partes de México, a fines de 1838 estallaron en Tamaulipas varias rebeliones federalistas contra el gobierno central. La primera de ellas ocurrió en Tampico, ligada más que nada al juego de los intereses del comercio portuario, y que pronto fue sofocada. Otra más tuvo su base en las villas del norte, encabezada por el licenciado Antonio Canales Rosillo. Finalmente una tercera rebelión se expresó el 11 de diciembre en Ciudad Victoria, cuando José Antonio Fernández Izaguirre, una vez más enarbolando la bandera de la constitución de 1824, se apoderó de la capital del departamento y desalojó del poder al gobernador Quintero. Al mismo tiempo el gobierno tuvo un conflicto con Francia en la llamada “guerra de los pasteles”, pero una vez que terminó este conflicto, se orientó a sofocar las rebeliones existentes en Tamaulipas, con el propio presidente Bustamante al frente, quien llegó a Ciudad Victoria y restituyó a Quintero. Mientras, a orillas del Bravo la rebelión continuó, entrelazada con apoyo obtenido en Texas. El extremo de esta guerra civil fue la ocupación federalista de Ciudad Victoria en septiembre de 1840 por Juan Nepomuceno Molano, quien en asamblea popular hizo elegir al doctor José Núñez de Cáceres como gobernador, ante la nueva huida de Quintero; un personaje cuyo prestigio estaba por encima de cualquier diferencia política, al ser el primer libertador de Santo Domingo.
     La rebelión federalista dio término con un arreglo entre los caudillos fronterizos con el general Mariano Arista, situación que los vinculó políticamente. Quintero concluyó su mandato en junio de 1841. Lo sucedió Antonio Boeta y Salazar, miembro de la Junta Departamental, quien debía convocar a elecciones. Sin embargo, en septiembre repercutió un pronunciamiento realizado en Guadalajara contra el presidente Bustamante y a favor del retorno de Antonio López de Santa Anna, lo que trastocó las cosas. Para Francisco Vital Fernández este evento fue la coyuntura esperada, adhiriéndose a Santa Anna y enseguida ocupó el gobierno local, negociando con los líderes fronterizos su permanencia. Por su parte Santa Anna sancionó las Bases Orgánicas, que daban una nueva estructura legal a la república central. Sobre esta base, en 1843 el general Ignacio Gutiérrez fue designado primero como comandante del departamento de Tamaulipas y enseguida como gobernador. Se trataba del primer gobernante que no era miembro de alguno de los grupos políticos de la entidad. Pero con el argumento de que en Ciudad Victoria no contaba con los recursos necesarios para la conducción del gobierno, el general Gutiérrez se trasladó al puerto de Tampico en junio de 1844, acompañado por su secretario Ponciano Arriaga. Y es que el ambiente politizado de este lugar lo abrumaba, debido a que él estaba más acostumbrado a las campañas militares y a la administración aduanal. Este hecho, sumado a los brotes de descontento contra Santa Anna, enfrentaron a Gutiérrez con la Asamblea Departamental de Tamaulipas, irritada de antemano por su ausencia de Ciudad Victoria.
    Al caer Santa Anna, tomó las riendas del país José Joaquín de Herrera, a quien apoyó la Asamblea Departamental, que desconoció a Gutiérrez. Entonces Juan Nepomuceno Molano ocupó la jefatura del gobierno por acuerdo de la Asamblea Departamental, al que siguieron  Manuel Saldaña y enseguida Pedro José de la Garza. En tanto,  Francisco Vital Fernández, impaciente por retornar al poder, arremetió contra Garza, cuyo gobierno se caracterizaba por ser de transición y de equilibrio de fuerzas. No obstante, Garza entregó el gobierno a Victorino T. Canales –otro  de los miembros de la Asamblea Departamental–, a fin de ganar tiempo para que el presidente Herrera designara a un nuevo gobernador, que resultó Juan Martín de la Garza Flores, un rico terrateniente, senador por Tamaulipas y con excelentes relaciones políticas en la Ciudad de México. A Garza Flores toco tomar las primeras medidas ante la invasión americana, pero finalmente entregó el poder en agosto de 1846 a Francisco Vital Fernández, en el contexto de un pacto de los grupos políticos locales, ante la reimplantación del federalismo, en plena guerra con los Estados Unidos.





Manuel González versus la Villa de Aldama

Manuel González versus la Villa de Aldama
                                                                                       
Octavio Herrera Pérez

Al tomar posesión el general Manuel González como presidente de la república en 1880, se dio a la tarea de convertirse en un importante propietario rural en su entidad natal, Tamaulipas. Para ello se aprovechó de las oportunidades de compra de varias de las grandes haciendas que existían en la entidad. El momento era propicio, porque los largos años de inestabilidad política habían descapitalizado a los principales hacendados, los que se veían ahora presionados por un fisco estatal que, ya organizado, no daba tregua en su exigencia de que se cubrieran los adeudos, que en algunos casos hacían incosteable seguir sosteniendo la propiedad. De eso se aprovechó el general González, logrando adquirir varias de las principales haciendas del centro y sur de Tamaulipas, en su mayoría con orígenes coloniales. Tal fue el caso de las haciendas de La Mesa, Dolores y El Cojo, a las que pronto fue sumando otras, como la de Tamatán, situada en las goteras de Ciudad Victoria, y otras en el distrito del sur del estado, que en total sumarían unas 228,072 hectáreas.
      El caso de la antigua hacienda de San Melchor de El Cojo fue emblemático, pues aquí sentó un eje administrativo de todo un rosario de propiedades que fue aglutinando paulatinamente, situadas en los extensos municipios de Magiscatzin y Aldama. En este último caso, el proceso de destrucción de propiedad individual de las porciones coloniales casi se había consumado completamente, como se ha mencionado, por lo que el agente del general González no tuvo más que hacer una buena oferta a los propietarios de las haciendas de Cuestecitas, Santa Juana, la Azufrosa y Santa María, las que en conjunto sumaban más de la mitad de todo el territorio municipal de Aldama. Ante tan abrumador acaparamiento de tierra, fue lógico que los intereses entre el gran hacendado y el pueblo de Aldama se contrapusieran por el acceso a los recursos naturales de la región. Estos conflictos tendrían una viva expresión en el derecho por la explotación de las salinas de mar y por el acceso al agua para usos agrícolas.
      La lucha por las salinas comenzó cuando en 1891 el gobierno del estado avaló la venta celebrada por el ayuntamiento de Aldama a favor de Pablo Castillo de las salinas que se dijeron pertenecer a ese municipio, poseídas desde hacía más de cien años de manera ininterrumpida y pacífica. Para lograr ese aval, los ediles llevaron a Ciudad Victoria los títulos que respaldaban sus derechos, revisados por el secretario de gobierno, Carlos María Gil, quien sustentó la aprobación oficial, porque reconoció que los ayuntamientos no podían por leyes poseer y administrar un bien de esa naturaleza. Los derechos del ayuntamiento de Aldama se basaban en la concesión otorgada en 1789 por el virrey de la Nueva España, Manuel Flores, al ordenarse la  fundación de la villa de la Divina Pastora de Presas del Rey. También presentaron un fallo favorable de la intendencia de San Luis Potosí, sobre un litigio que sostuvieron los vecinos de Presas con los de Altamira, el cual había sido ratificado por el virrey en junta general con la real hacienda en 1805. El ayuntamiento acreditó también haber reclamado al gobierno del estado y de la nación, el arrendamiento de salinas que había celebrado con Ramón de la Garza Flores; y el haber obtenido de la asamblea departamental en 1845, una declaración que reconocía sus derechos de propiedad, y revocaba una orden librada contra unos vecinos de Soto la Marina que pretendían aprovecharse de las salinas de Aldama. Por último, el ayuntamiento exhibió las resoluciones hechas en 1884, que señalaban que la venta de las salinas de Tamaulipas celebrado por el ejecutivo federal con Ramón Obregón en 1863, no comprendían las salinas de Aldama.   
    Toda la documentación anterior había fundado la aprobación del gobierno del estado al contrato celebrado por el ayuntamiento de Aldama y el señor Castillo, al apegarse a los preceptos constitucionales que garantizaban la propiedad de la república, lo mismo que los derechos de los particulares. Como en casos similares, el propio presidente Juárez y  sus sucesores, habían  declarado que los títulos otorgados por el gobierno español eran perfectamente legítimos y no necesitaban ratificación alguna. Se añadió que con ello se ratificaba la plena facultad del ayuntamiento para enajenar las salinas mediante un contrato convencional. Además, las apreciaciones del gobierno se fundaban en el Código de Minería expedido en 1884, que consideraba a la sal gema como un producto mineral. En suma, esas fueron las bases legales en las que fundó el gobierno su autorización, aunque  sin perjuicio de tercero, sujeto a los tribunales del orden común, para quien se sintieran atacado en sus derechos.
    Al recibir la información del gobierno de Tamaulipas, el general Manuel González dijo sentirse afectado en sus posesiones de la hacienda de Cuestecitas, que comprendían algunas de esas salinas. Manifestó no ser exacto que las salinas pertenecieran al municipio por más de cien años en forma ininterrumpida, y que, como el propio gobierno lo reconocía, el municipio estaba incapacitado por leyes para poseer en propiedad y administrar bienes raíces,  ¿cómo entonces podía tener el carácter de dueño y ser poseedor legal?; que eso, en un buen juicio, era un contrasentido; como también lo era el denuncio de algo que se decía tener en posesión. Creía que había una adulteración de la documentación del ayuntamiento, lo que demostraría con acreditaciones del Archivo General de la Nación, y en todo caso, si las autoridades coloniales expidieron algún documento a favor de sus fundadores, lo hicieron por el usufructo de sales y no el dominio de las salinas, pues ni al propio conde de Sierra Gorda se le habían concedido peticiones de esa naturaleza. El general González añadió que las salinas eran bienes de la nación y que inclusive el gobierno de Tamaulipas no objetó la venta que el presidente Juárez hizo a favor de Ramón Obregón, quien se las había vendido a él. Concluyó denunciando que el asunto tenía vicios de procedimiento, al negar el derecho de audiencia a los afectados, que ninguna autoridad podía autorizar un despojo y solo los tribunales eran los únicos competentes para dirimir la situación.
     El pleito por el agua comenzó a tener una expresión pública, cuando en 1896 se ventiló la carencia del vital líquido en la villa de Aldama, por lo que algunos de sus habitantes se habían “visto obligados a salir con sus animales para el rumbo de Tampico, en busca de los auxilios más indispensables para la vida”. La causa era que en la hacienda de Santa María usaban las aguas para regar sus siembras, y se la negaban a los habitantes de la villa, por lo que la autoridad y el pueblo elevaron una solicitud al gobernador Guadalupe Mainero para que los ayudara. El tema del agua provenía desde que en 1827 el gobierno del estado había regulado  el acceso que tuvo de ella  José Antonio Boeta y Salazar, propietario entonces de la hacienda de la Azufrosa, pero que debía compartir con el pueblo de Presas. Sin embargo, con  la adquisición de esa propiedad por el general González, sus administradores actuaban con gran autonomía y especulaban con la dotación del líquido, previa compensación, a algunos agricultores del pueblo, pero siendo implacables con los vecinos que iban a los terrenos de la hacienda a cortar palma, leña o pastura, muchos de los cuales fueron “encarcelados, multados y en épocas anteriores, hasta puestos en cepo”, ya que por la propia influencia del general González, varios administradores de sus haciendas llegaron a ocupar la presidencia municipal de Aldama, como Guilebaldo Ramón, Teófilo Treviño y Domingo Castillo. Este problema subsistió durante años, y aun se prolongó más allá del estallido de la revolución, pues en 1912 la hacienda de Santa María hizo edificar una gran presa de concreto que interrumpió completamente el flujo de agua hacia la villa de Aldama. E incluso pasó el tiempo más allá de la expedición de la Constitución de 1917 y las cosas seguían sin cambios, hasta que al año siguiente el abogado F. Infante Guillén entabló un litigio frontal contra la hacienda de Santa María a nombre del pueblo de Aldama. Hasta aquí el avance en la indagatoria historiográfica, pues faltan más tareas de investigación para conocer el desenlace de estos conflictos, pero ahí la llevamos.

ocherrera@uat.edu.mx


El Realito de San Nicolás de Croix

El Realito de San Nicolás de Croix
                                         
Octavio Herrera Pérez

Al dar continuidad al conocimiento sobre el origen de algunos de los principales procesos económicos que han marcado el acontecer histórico de Tamaulipas, nos enfocaremos ahora en el breve pero significativo impacto que tuvo la explotación minera en la sierra de la Tamaulipa Nueva (hoy Sierra de San Carlos), durante la época colonial, específicamente en el real de minas de San Nicolás de Croix, hoy municipio de San Nicolás de Degollado. Aquí tuvo lugar, a partir de 1768, el descubrimiento de varias minas, las que generaron una bonanza que se prolongó de manera sostenida durante ocho años. La mina “descubridora” fue de Rafael Gallegos, llamada Nuestra Señora de la Soledad. Otras iniciales fueron la de San Félix, la de Nuestra Señora de Guadalupe, propiedad de Manuel Esquivel. Otra la de Lucas Torres y consortes, llamada Las Ánimas; la del Carmen, de José Quirós; la Ave María, de Juan Lucio y consortes. Finalmente estaba la mina Espíritu Santo, de Juan José Quirós.
      Dichos descubrimientos coincidieron con la presencia del gobernador Juan Fernando de Palacio (sustituto del coronel José de Escandón), quien dispuso una serie de medidas para fomentar este real y el de San José. También ordenó la integración de una junta, “a pluralidad de votos”, entre los mineros de ambos reales, de cinco individuos, para tomar los acuerdos necesarios en la materia de minería. La junta fue presidida por el capitán de la villa de San Carlos, Luis de la Fuente, así como por Simón Álvarez de Nava, funcionario de la real hacienda. Los vocales fueron José Díaz del Pliego, quien trabajaba  en aparcería de tres minas en el real de San Nicolás; Francisco Gutiérrez, minero en ambos reales: Manuel José Esquivel, minero de San Nicolás; José de Cuevas, apoderado del capitán Juan de Muñiz, minero en ambos reales; Juan Pérez, de la villa de Hoyos, representantes del teniente Alonso López Quintela; y Diego Sánchez Navarro, administrador con poder  del bachiller Francisco Javier Barbosa, minero en San José y párroco de la iglesia del Valle del Pilón, en el Nuevo Reino de León.
   Con el tiempo, las minas más importantes en San Nicolás fueron la de Nuestra Señora de la Luz (o de Canchola)”, que producía a marco por quintal. Otra era la mina del Carmen y la tercera era la del Espíritu Santo, situada más al poniente de las anteriores, en la cima del cerro, la que producía cinco a seis onzas de plata por quintal. A juicio de los conocedores la ley de plata de este real era superior a los reales de Mazapil, Boca de Leones y Vallecillo. Y en cuanto a la producción efectuada, en los reales de San Nicolás y San José, era de 1 500 marcos de plata y 3 de oro, que a un costo de 6 pesos por onza de plata y 10 pesos por la de oro, que reportaban una suma de $ 9 240 pesos.
   En 1772, el bullicio de mineros, buscadores, rescatadores, arrieros, comerciantes y oficiales con autoridad fiscal y política, inundaba el pequeño real de San Nicolás de Croix, que vivía el momento clave de su auge argentífero. Todas las cañadas, filos y cumbres de la serranía aledaña eran recorridos constantemente por los hombres interesados en encontrar cualquier evidencia que demostrara la posibilidad de convertirse en una rica mina de plata, por lo que se contaban hasta veinticinco catas. No obstante, de tales búsquedas frenéticas habían resultado veintinueve minas, las que en ese tiempo estaban siendo trabajadas por sus dueños y operarios, estando desamparadas siete de ellas, por la pobreza de sus propietarios. Para beneficiar los metales,  en el entorno del real habían proliferado los galemes, siendo unos pequeños hornos en donde a base de fuego se hacía escurrir la plata. De esta forma, llegaron a operar setenta y nueve galemes, además de tres haciendas de beneficio, una de agua (situada en la villa de San Carlos) y dos de tracción animal.    
   En ese momento el real de San Nicolás tenía ya el aspecto de toda una población en forma; el problema era que en su cercanía escaseaba el agua y la leña. Por ello debieron recurrir a traerla de lugares apartados, lo que hizo aumentar su precio y por tanto, elevar los costos de la producción, hasta tres tantos más de lo que valía la leña en 1768, cuando se descubrió el real.     Por si no fueran suficientes esas dificultades materiales, los mineros debieron enfrentarse a las imposiciones burocráticas del interventor de la plata y recaudador de alcabalas, Simón Álvarez de Nava, quien exigió que los minerales extraídos debían llevarse a San Carlos, para que allí se realizara el beneficio de la plata; ello implicaba que debería cesar completamente el uso de los galemes en San Nicolás. De entrada, esta medida resultaba perjudicial por los riesgos del traslado, a través de un mal camino de seis leguas sinuosas de montaña. Además implicaba el pago de altos fletes y si el propio dueño hacía el viaje, se perdía el ritmo del laborío en la mina. Otra posible pérdida era que si se enviaba a un sirviente se exponían al robo o extravío de sus metales; como ya le había ocurrido al propio Álvarez de Nava, al huírsele un sobrino suyo con más de ochocientos pesos en plata, que conducía a San Luis Potosí.
     La exigencia del interventor de platas contaba con el apoyo del gobernador Vicente González de Santianes, sobre quien ejercía una notable influencia. Y ya de antemano había hecho probar su poder ante los mineros de San Nicolás, al acosar a Antonio García, quien continuó beneficiando metal en unos hornillos fuera del real, sufriendo una persecución por parte de Álvarez de Nava, obligándolo a abandonar el real. Por tal razón los mineros quisieron protestar, pero se desistieron ante el temor de las represalias. Lo que veían los mineros de trasfondo era que el interventor, quien además era el juez de las guías mineras, quería sacar provecho del beneficio del metal en un lugar bajo su control, estando asociado con algunos comerciantes de San Carlos, que deseaban hacer negocio con el movimiento de la plata, lo mismo que el suegro del alcabalero, Mateo Inchaurregui, quien era “de su mismo genio y carácter”. Además, Álvarez de Nava cometía el abuso de cobrarles diez reales por cada guía de minas, cuando originalmente se había dispuesto otorgar privilegios y exenciones de impuestos a los incipientes reales mineros de esta serranía.
    Al reactivarse la resistencia de los mineros de San Nicolás, fueron encabezados esta vez por Tomás de Zubiaur, quien pudo elevar un reclamo ante las más altas autoridades del virreinato, a las que expuso la situación prevaleciente en la sierra de la Tamaulipa Nueva. Analizado el caso por el fiscal de la real audiencia, el virrey Antonio Bucareli y Ursúa acordó que se hiciera una investigación de lo que estaba aconteciendo en aquella región minera del Nuevo Santander, y por lo pronto le levantó cualquier castigo que pesara sobre el prófugo Antonio García. Para llevar a cabo estas diligencias, se designó a Melchor de Noriega y Coibelles, un personaje ligado a la familia del coronel José de Escandón, para quien colaboró como administrador de la hacienda de San Juan y que en 1771 contrajo nupcias con doña Josefa de Escandón, hija del conde de Sierra Gorda.
   A fin de realizar su trabajo con la mayor imparcialidad, tomó el parecer del capitán de la villa de Hoyos, Juan de Muñiz, así como de otro distinguido vecino de esa misma población, Alonso López  Quintela, ya que ambos habían sido mineros en San Nicolás y habían formado las dos haciendas de beneficio que se ubicaban en San Carlos, de cuyas labores se habían retirado. Acto seguido, para conocer la realidad imperante en las minas, tomó declaración a trece personajes involucrados directamente en el caso. Finalmente, Noriega concluyó que había que dejar libremente el beneficio de la plata en las propias inmediaciones del real de San Nicolás, bajo el rústico sistema de galemes, siempre y cuando hubiera la supervisión oficial adecuada para que los mineros contribuyeran con el correspondiente quinto del rey, y que no se permitiera el fraude. Y así siguió la actividad minera, hasta que finalmente la bonanza argentífera se agotó, hacia 1776.

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Orígenes de la economía azucarera en Xicoténcatl

Orígenes de la economía azucarera en Xicoténcatl 
                                                                                     
Octavio Herrera Pérez

La génesis de la economía azucarera en Xicoténcatl fue consecuencia de los cambios políticos que se experimentaron en la conducción del ingenio de El Mante en 1939. Hasta ese momento dicha empresa funcionaba como un negocio privado, cuyos accionistas principales estaban ligados a varios de los miembros de la gran “familia revolucionaria” en el poder, entre ellos el propio ex presidente Plutarco Elías Calles, por lo que  el presidente Lázaro Cárdenas expropió el ingenio al demostrarse el uso patrimonialista de recursos públicos en la creación de dicha empresa.  Sin embargo, varios de los socios del ingenio  conservaron su influencia política, particularmente Aarón Sáenz, un abogado regiomontano ligado tempranamente al general Álvaro Obregón, quien fue secretario de Relaciones Exteriores en el gobierno de Calles y gobernador de Nuevo León. Como empresario se vinculó al negocio de la producción azucarera. En 1935,  Sáenz era regente de la Ciudad de México,  y enseguida ocupó la dirección del Banco Azucarero y de la Compañía Azucarera del Mante, hasta su expropiación. Como dirigente empresarial, en 1937 transformó el sector azucarero en la Unión Nacional de Productores de Azúcar, S.A. (UNPASA).
    Volviendo al caso del ingenio de El Mante, las propias relaciones políticas y las garantías legales a las que apelaron sus accionistas originales, lograron que la Suprema Corte de Justicia de la Nación les otorgara un amparo contra la expropiación. Eran los años de la “unidad nacional” que postulaba el presidente Manuel Ávila Camacho, cuando se resentían los efectos de la Segunda Guerra Mundial. Por tanto Sáenz impulsó un acuerdo con los accionistas afectados para hacer una propuesta de venta a la cooperativa (en realidad al gobierno federal), en vez de retomar el control del ingenio.
     La venta del ingenio del Mante tuvo lugar en un momento clave para la industria azucarera mexicana, porque en vez de que hubiera azúcar sobrante en el mercado, ahora había escasez, por la demanda que generó la guerra.  Ante esta coyuntura, Aarón Sáenz, como director general de la UNPASA, proyectó la construcción de dos ingenios. Esta idea fue respaldada por el presidente Ávila Camacho, con créditos de Nacional Financiera y recibió un préstamo del Export and Import Bank de Washington. Sin embargo, en Xicoténcatl todo estaba por hacerse. No había ninguna clase de infraestructura hidráulica, ni electrificación suficiente y ni siquiera carreteras asfaltadas. Esto motivó una movilización local, agrupados en la Sociedad Local de Crédito Agrícola, que al enterarse del proyecto del ingenio acudieron al secretario de Agricultura, ingeniero Marte R. Gómez, y al propio Sáenz, para pedirles que el ingenio se construyera en territorio del municipio. Así, en junio de 1945 llegaron a Xicoténcatl varios funcionarios, entre ellos dos representantes del Banco de Ahorro Nacional, que elaboraron informes sobre la infraestructura fluvial y terrestre que se requeriría para establecer el ingenio. Para ese momento se había integrado ya un Comité Pro-Ingenio Xicoténcatl. El problema fue que la Comisión Nacional de Irrigación negó inicialmente el derecho de agua del sistema de Río Frío como parte del proyecto. No obstante, las gestiones del ingeniero Gómez convencieron al vocal ejecutivo de la CNI, de aprobar el establecimiento del ingenio. Así, el comité recibió la concesión de un metro de agua del río Frío, cuyo volumen cruzaría el Guayalejo por medio de un sifón ubicado en el rancho Las Adjuntas a 500 metros aguas debajo de la afluencia del río Sabinas. A este flujo se agregarían las aguas del distrito de riego número 029 fue iniciado en 1939 por la Comisión Nacional de Irrigación (El Conejo),  terminado a mediados de 1941; y se planeó la construcción de una presa de almacenamiento aguas arriba, en la Clementina.
     Resuelto el escollo del agua, Aarón Sáenz visitó Xicoténcatl e hizo un detallado recorrido de campo. Él conocía la región, particularmente la comarca de El Mante, y sabía de las virtudes de estos terrenos para producir caña de azúcar, por lo que inclinó su decisión por establecer aquí el nuevo ingenio, a pesar de que  prácticamente  se empezaría de cero; y, sin duda, el apego que le tenía a esta parte de Tamaulipas influyó también, porque su retorno representaría una auténtica reivindicación.  De regreso a la ciudad de México, Sáenz convenció a sus antiguos socios –recién capitalizados por la venta del ingenio del Mante– y a otros nuevos interesados, en invertir en el proyecto del ingenio en Xicoténcatl. Se creó así, en diciembre de 1945, la Compañía Azucarera del Río Guayalejo S.A., la que tendría por objeto producir azúcar y  alcohol, con un capital constitutivo de 10 millones de pesos y un capital social de 22.5 millones. El ingenio Xicoténcatl inició sus operaciones en 1947. El diseño de la obra fue desarrollado por empresa Fulton Iron Works. La primera zafra comenzó el 2 de febrero de 1949 y terminó el 10 de junio del mismo año. Para recogerla, fue necesario contratar toda la gente posible del lugar y a trabajadores calificados de fuera, por la insuficiencia de fuerza de trabajo en la localidad. Finalmente, sus áreas de abastecimiento de caña de azúcar se distribuyeron en una zona de aprovechamiento de 10,467 hectáreas, dividido en cuatro sistemas de riego: dos del río Guayalejo, y los ríos Frío y Sabinas. La capacidad del Ingenio era de 3,500 a 4,000 toneladas de caña diarias y en 120 días de zafra producía de 40 a 50 mil toneladas anuales. En 1949 se molieron 220,000 toneladas en el primer año de prueba, con una producción de 20,000 toneladas de azúcar refinada y en los años siguientes se duplicó esta cantidad. Sin embargo, la sequía de 1950 obstaculizó alcanzar la producción del año anterior, por lo que se llegó a sembrar en las márgenes del Guayalejo, con un coste ecológico que en ese momento nadie advirtió.
     Los inicios del ingenio de Xicoténcatl no fueron fáciles por diversos factores, entre otros la escasez de agua ya citada. Y es que las obras de riego y la construcción del ingenio se retrasaron y las primeras zafras fueron limitadas, por lo que la mayoría de los accionistas empezaron a separarse de la compañía, soportada casi solo por Aarón Sáenz. No obstante, la construcción del ramal del ferrocarril de Estación Calles vino a paliar su aislamiento, lo mismo que la construcción del vado sobre el Guayalejo y la conexión de una vía asfaltada con la Carretera Panamericana. Finalmente, en los años cincuenta el ingenio de Xicoténcatl se fue convirtiendo en un negocio productivo y solvente, de modo que para 1955 era el cuarto ingenio del país por su producción de azúcar, por debajo solamente de San Cristóbal, Emiliano Zapata y El Mante. Las cifras hablan por sí solas: en 1951 la molienda fue de 258,000 toneladas y 32,800 toneladas de azúcar; en 1955 se molieron 559,454 toneladas de caña, cuya producción fue de 57,774 toneladas; entre 1959 y 1960 se obtuvieron 75,546 toneladas de azúcar, con una molienda de 753,750 toneladas de caña. En suma, tuvieron que pasar doce años para que se alcanzara una producción media de 753,000 toneladas de caña y 76,000 toneladas de azúcar. Y, fueron necesarios 21 años para alcanzar la producción máxima: 1, 144,560 toneladas de caña y 100,299 de azúcar en la zafra 1968-1969. La destilería para elaborar alcohol de 96° Gay Lussac tenía una capacidad de 25,000 litros en cada veinticuatro horas, alcanzando una producción de 1,260,000 litros por zafra. Igualmente, se estableció una planta piloto de celulosa que en un principio ha rendido cuatro toneladas diarias. Se había al final logrado crear todo un nuevo horizonte azucarero en el sur de Tamaulipas, que hoy es uno solo, y bajo la férula de la misma empresa, resultado de la política neoliberal, como en otra entrega analizaremos.

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La Refundación de Tula en 1744


La Refundación de Tula en 1744  
                                                                                     
Octavio Herrera Pérez
   
A inicios del siglo XVIII, un siglo más tarde a la fundación original de la misión de Tula por fray Juan Bautista de Mollinedo (hecha en 1617), el Valle de Las Lágrimas era intensamente trajinado por las pastorías ovejeras provenientes del centro de la Nueva España. Rebaños que, por miles, habían hecho habitual su pastoreo de invierno en los agostaderos del Nuevo Reino de León, la Huasteca y los altiplanos tamaulipecos de la jurisdicción de Guadalcázar. Como era previsible, la irrupción de las pastorías dejó en desventaja a la misión de San Antonio de Tula ante los intereses de los señores de ganado, al disputarle incluso la propiedad del terreno perteneciente a esta  comunidad indígena. Así desde fines del siglo XVII ya rondaba por Tula la pastoría de Antonio de Almaraz, conducida por “indios laboríos” y mulatos libres, así como la pastoría de Juan Martínez de Lejasalde. Poco más tarde, Antonio Fernández de Acuña, un vecino de Guadalcázar, mantenía una pastoría cerca de Tula y se declaraba poseedor de tierras al poniente de la misión, abarcando parte de la sierra de Naola, la morada de una de las comunidades de indios Pisones, quien alegaba que esta propiedad la había heredado de su tío Gaspar de los Reyes y Acuña, de nacionalidad portuguesa.   
     La desavenencia entre los ganaderos y la misión de Tula continuó sin remedio. En 1714 usufructuaban sus tierras las haciendas de Pedro Andrade Moctezuma, de Matheo Chofre, de don Joseph de Querétaro y de otras dos haciendas de Huichapan. Ello originó la protesta ante el virrey de la Nueva España del gobernador de “los mecos” de Tula, Thomás Castillo (en realidad, un Pame ladino)  desatando la ira del alcalde mayor de Guadalcázar, quien le arrebató su bastón de mando, a su mujer e hijos, así como a sus animales y cabras. El indio principal rogó por la restitución de su mando, familia y bienes, y pidió la medición de las tierras de la misión y  el pago del arrendamiento por las pastorías, pues según dijo, las pastorías no dejaban “ni una hilacha de provecho”, además que debían reparar los daños causados en las milpas de los indios. Pidió que no vivieran entre ellos los mulatos, coyotes y españoles acompañantes de las haciendas ganaderas, pues se creaba rivalidades dentro de la misión de Tula.
    En vista de los hechos ocurridos en Tula, el virrey duque de Linares accedió a la petición de Thomás Castillo, y ordenó al alcalde mayor de Guadalcázar restituir al jefe indio de su mando de gobernador, so pena de dos mil pesos de multa de incurrir en desacato. Enseguida nombró al capitán Fernández Acuña como su protector y dispuso la medición de las tierras de Tula. También, los indios de Tula obtuvieron el apoyo oficial para que las haciendas, soldados y rancheros pagaran renta por mantenerse dentro de la misión. Sin embargo, los dineros provocaron la codicia de los indios principales y el forcejeo con el misionero en el manejo de las rentas. Esto ocurrió en 1727, cuando fray Baltazar Coronel refería de la “gran inquietud” entre los indígenas de Tula por el producto de los arrendamientos, estando muy “engreídos por el ornamento que estaban haciendo con las rentas pasadas por mano de Nicolás Torres”. El misionero se opuso a los reclamos indígenas, al afirmar que el dinero sólo debería gastarse en el culto divino. Habituados a los litigios, los indígenas elevaron una representación judicial ante el alcalde mayor de Guadalcázar y pidieron la salida de Tula del padre y del teniente Antonio de Acuña.
    Pese a lo anterior, la presión de los dueños de las haciendas ovejeras sobre las tierras de Tula aumentó. En 1738 Pedro Andrade de Moctezuma decía poseer los parajes de Nahola y La Laguna, sitios según él, adquiridos de manos del doctor Domingo de Apresa, un propietario ausentista, prebendo de la catedral de Puebla, quien se decía dueño de estas tierras, que en realidad pertenecían a la misión de Tula. Estos parajes habían sido invadidos por el licenciado Francisco Maldonado Zapata y por soldados de la misión de Tula, lo que generó la reacción de Andrade de Moctezuma, quien pidió el amparo de sus tierras, concedido por el regidor de Valles, Simón de Amandarro, quien aseguró que dicha región no era jurisdicción de Guadalcázar sino suya, restituyendo los sitios afectados, y exigió la salida de los soldados y rancheros de Tula. En respuesta, el capitán Agustín de Acuña contradijo el amparo, apoyado en un mandamiento del virrey, el marqués de Casafuerte, que legalizaba la residencia de los soldados en el pueblo de Tula, por constituir este lugar un punto de avanzada en la frontera chichimeca.   
    Hacia 1743, a la presión de los señores de ganado sobre las tierras de la misión de Tula, se sumaron los colonos radicados en ella, motivando una nueva queja de los indios ante la Audiencia de México, apoyada por Joseph Anizeto Fernández de Córdoba, el procurador de los indios, por petición del gobernador de éstos, Francisco Castillo, por el alguacil mayor Antonio Pérez y “demás oficiales de la república”. Los indios denunciaron la invasión de sus tierras en la laguna de San Miguel por los soldados y escolteros de las haciendas, quienes atropellaban con sus animales las parcelas de la misión.  En defensa de los soldados respondió Nicolás de Gálvez, de la compañía de montados volantes del Real de San Pedro de Guadalcázar, quien afirmaba tener la posesión de esas tierras, que estaban baldías desde quince años atrás, por tanto pedía su reparto con base al derecho otorgado por el servicio militar realizado sin sueldo, que le ahorró al real erario el costo de un presidio para proteger esta parte de la frontera de guerra.
     El rechazo indígena a las autoridades civiles presentes en la misión de Tula se ventiló judicialmente una vez más en 1743, al sentirse agraviados por el teniente del pueblo, a quien denunciaron por contravenir las Leyes de Indias al exigirles trabajos personales, consistentes en acarrear agua y leña para su casa. Al concluir el primer tercio del siglo XVIII era evidente que los esfuerzos evangelizadores de la custodia de Santa Catarina del Río Verde se habían agotado, y ahora prevalecía el interés político de la monarquía española para consolidar sus posesiones en el norte de la Nueva España. Por tanto, el rey Felipe V de Borbón comenzó a impulsar una serie de reformas estructurales en todo el imperio. Una de esas reformas se expresó en las medidas para apoyar nuevos proyectos de colonización, pero más dependientes del poder político y menos en manos de la Iglesia.  De ahí el poder que se le delegó al coronel José de Escandón tras su exitosa pacificación de la Sierra Gorda en 1740. Un siguiente encargo fue reorganizar las misiones de Río Verde, que para entonces eran verdaderos pueblos mixtos de españoles e indios, con los consecuentes conflictos que esto generaba, por la carencia de un nuevo marco jurídico, especialmente de la posesión de la tierra.
    Ese era el caso de la misión de San Antonio de Tula, donde los pleitos entre los indios y los vecinos españoles eran permanentes. Los indios incluso habían perdido el respeto a la autoridad del misionero, por el control de los ingresos por el arrendamiento de las tierras. Pero lo más significativo era la posesión efectiva de la tierra, porque si bien algunos posesionarios cubrían una renta, otros ignoraban el pago. En este contexto llegó el coronel Escandón, quien disponía de las facultades para hacer las reformas necesarias, que en esencia fue efectuar un reparto de tierra a título individual, otorgándose 92 porciones de tierra, que representaban 37 sitios de ganado menor y 552 caballerías. Este acto fue en la práctica una verdadera “refundación”, al quedar definidos los espacios territoriales correspondientes tanto a la misión de los indios como a la villa de los españoles. En 1747 Tula era todavía un tenientazgo de la jurisdicción de Guadalcázar, con 122 familias de españoles “y gente de razón”, con 532 personas, las que formaban la villa novohispana. Los indios a su vez formaban cuatro comunidades: la del pueblo, con 29 familias (en su mayoría de Pames); y los Pisones de Nahola, con 10 familias; la de Santa María de Loreto, con 19 familias; y la de La Laja, con 22 familias, y únicas que quedaban de la antigua misión de San José Tanguanchín, que había sido una visita de la misión de Tula.

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