La Refundación
de Tula en 1744
Octavio Herrera Pérez
A inicios del siglo
XVIII, un siglo más tarde a la fundación original de la misión de Tula por fray
Juan Bautista de Mollinedo (hecha en 1617), el Valle de Las Lágrimas era
intensamente trajinado por las pastorías ovejeras provenientes del centro de la
Nueva España. Rebaños que, por miles, habían hecho habitual su pastoreo de
invierno en los agostaderos del Nuevo Reino de León, la Huasteca y los
altiplanos tamaulipecos de la jurisdicción de Guadalcázar. Como era previsible,
la irrupción de las pastorías dejó en desventaja a la misión de San Antonio de
Tula ante los intereses de los señores de ganado, al disputarle incluso la
propiedad del terreno perteneciente a esta
comunidad indígena. Así desde fines del siglo XVII ya rondaba por Tula
la pastoría de Antonio de Almaraz, conducida por “indios laboríos” y mulatos libres, así como la pastoría
de Juan Martínez de Lejasalde. Poco más tarde, Antonio Fernández de Acuña, un
vecino de Guadalcázar, mantenía una pastoría cerca de Tula y se declaraba
poseedor de tierras al poniente de la misión, abarcando parte de la sierra de
Naola, la morada de una de las comunidades de indios Pisones, quien alegaba que
esta propiedad la había heredado de su tío Gaspar de los Reyes y Acuña, de
nacionalidad portuguesa.
La
desavenencia entre los ganaderos y la misión de Tula continuó sin remedio. En
1714 usufructuaban sus tierras las haciendas de Pedro Andrade Moctezuma, de
Matheo Chofre, de don Joseph de Querétaro y de otras dos haciendas de
Huichapan. Ello originó la protesta ante el virrey de la Nueva España del
gobernador de “los mecos” de Tula, Thomás Castillo (en realidad, un Pame
ladino) desatando la ira del alcalde
mayor de Guadalcázar, quien le arrebató su bastón de mando, a su mujer e hijos,
así como a sus animales y cabras. El indio principal rogó por la restitución de
su mando, familia y bienes, y pidió la medición de las tierras de la misión
y el pago del arrendamiento por las
pastorías, pues según dijo, las pastorías no dejaban “ni una hilacha de
provecho”, además que debían reparar los daños causados en las milpas de los
indios. Pidió que no vivieran entre ellos los mulatos, coyotes y españoles
acompañantes de las haciendas ganaderas, pues se creaba rivalidades dentro de
la misión de Tula.
En vista de los hechos ocurridos en Tula,
el virrey duque de Linares accedió a la petición de Thomás Castillo, y ordenó
al alcalde mayor de Guadalcázar restituir al jefe indio de su mando de
gobernador, so pena de dos mil pesos de multa de incurrir en desacato. Enseguida
nombró al capitán Fernández Acuña como su protector y dispuso la medición de
las tierras de Tula. También, los indios de Tula obtuvieron el apoyo oficial
para que las haciendas, soldados y rancheros pagaran renta por mantenerse
dentro de la misión. Sin embargo, los dineros provocaron la codicia de los indios
principales y el forcejeo con el misionero en el manejo de las rentas. Esto
ocurrió en 1727, cuando fray Baltazar Coronel refería de la “gran inquietud”
entre los indígenas de Tula por el producto de los arrendamientos, estando muy
“engreídos por el ornamento que estaban haciendo con las rentas pasadas por
mano de Nicolás Torres”. El misionero se opuso a los reclamos indígenas, al
afirmar que el dinero sólo debería gastarse en el culto divino. Habituados a
los litigios, los indígenas elevaron una representación judicial ante el
alcalde mayor de Guadalcázar y pidieron la salida de Tula del padre y del
teniente Antonio de Acuña.
Pese a lo anterior, la presión de los
dueños de las haciendas ovejeras sobre las tierras de Tula aumentó. En 1738
Pedro Andrade de Moctezuma decía poseer los parajes de Nahola y La Laguna,
sitios según él, adquiridos de manos del doctor Domingo de Apresa, un
propietario ausentista, prebendo de la catedral de Puebla, quien se decía dueño
de estas tierras, que en realidad pertenecían a la misión de Tula. Estos
parajes habían sido invadidos por el licenciado Francisco Maldonado Zapata y
por soldados de la misión de Tula, lo que generó la reacción de Andrade de
Moctezuma, quien pidió el amparo de sus tierras, concedido por el regidor de
Valles, Simón de Amandarro, quien aseguró que dicha región no era jurisdicción
de Guadalcázar sino suya, restituyendo los sitios afectados, y exigió la salida
de los soldados y rancheros de Tula. En respuesta, el capitán Agustín de Acuña
contradijo el amparo, apoyado en un mandamiento del virrey, el marqués de
Casafuerte, que legalizaba la residencia de los soldados en el pueblo de Tula,
por constituir este lugar un punto de avanzada en la frontera chichimeca.
Hacia 1743, a la presión de los señores de
ganado sobre las tierras de la misión de Tula, se sumaron los colonos radicados
en ella, motivando una nueva queja de los indios ante la Audiencia de México,
apoyada por Joseph Anizeto Fernández de Córdoba, el procurador de los indios,
por petición del gobernador de éstos, Francisco Castillo, por el alguacil mayor
Antonio Pérez y “demás oficiales de la república”. Los indios denunciaron la
invasión de sus tierras en la laguna de San Miguel por los soldados y
escolteros de las haciendas, quienes atropellaban con sus animales las parcelas
de la misión. En defensa de los soldados
respondió Nicolás de Gálvez, de la compañía de montados volantes del Real de
San Pedro de Guadalcázar, quien afirmaba tener la posesión de esas tierras, que
estaban baldías desde quince años atrás, por tanto pedía su reparto con base al
derecho otorgado por el servicio militar realizado sin sueldo, que le ahorró al
real erario el costo de un presidio para proteger esta parte de la frontera de
guerra.
El rechazo indígena a las autoridades
civiles presentes en la misión de Tula se ventiló judicialmente una vez más en
1743, al sentirse agraviados por el teniente del pueblo, a quien denunciaron
por contravenir las Leyes de Indias al exigirles trabajos personales,
consistentes en acarrear agua y leña para su casa. Al concluir el primer tercio
del siglo XVIII era evidente que los esfuerzos evangelizadores de la custodia
de Santa Catarina del Río Verde se habían agotado, y ahora prevalecía el
interés político de la monarquía española para consolidar sus posesiones en el
norte de la Nueva España. Por tanto, el rey Felipe V de Borbón comenzó a
impulsar una serie de reformas estructurales en todo el imperio. Una de esas
reformas se expresó en las medidas para apoyar nuevos proyectos de
colonización, pero más dependientes del poder político y menos en manos de la
Iglesia. De ahí el poder que se le
delegó al coronel José de Escandón tras su exitosa pacificación de la Sierra
Gorda en 1740. Un siguiente encargo fue reorganizar las misiones de Río Verde, que
para entonces eran verdaderos pueblos mixtos de españoles e indios, con los
consecuentes conflictos que esto generaba, por la carencia de un nuevo marco
jurídico, especialmente de la posesión de la tierra.
Ese era el caso de la misión de San Antonio
de Tula, donde los pleitos entre los indios y los vecinos españoles eran
permanentes. Los indios incluso habían perdido el respeto a la autoridad del
misionero, por el control de los ingresos por el arrendamiento de las tierras.
Pero lo más significativo era la posesión efectiva de la tierra, porque si bien
algunos posesionarios cubrían una renta, otros ignoraban el pago. En este
contexto llegó el coronel Escandón, quien disponía de las facultades para hacer
las reformas necesarias, que en esencia fue efectuar un reparto de tierra a
título individual, otorgándose 92 porciones de tierra, que representaban 37
sitios de ganado menor y 552 caballerías. Este acto fue en la práctica una
verdadera “refundación”, al quedar definidos los espacios territoriales
correspondientes tanto a la misión de los indios como a la villa de los
españoles. En 1747 Tula era todavía un tenientazgo de la jurisdicción de
Guadalcázar, con 122 familias de españoles “y gente de razón”, con 532 personas,
las que formaban la villa novohispana. Los indios a su vez formaban cuatro
comunidades: la del pueblo, con 29 familias (en su mayoría de Pames); y los
Pisones de Nahola, con 10 familias; la de Santa María de Loreto, con 19
familias; y la de La Laja, con 22 familias, y únicas que quedaban de la antigua
misión de San José Tanguanchín, que había sido una visita de la misión de Tula.
ocherrera@uat.edu,mx
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