Octavio Herrera Pérez
“La historia se repite”, suele ser un lema al
que con frecuencia se recurre para señalar episodios ya pasados, que parecieran
asemejar a otros similares en el presente. Sin embargo esto no es correcto en
un sentido estricto, pero lo que sí existe continua e incesantemente en
política, es la lucha por el poder, como ha ocurrido desde el origen de los
tiempos, lo que nos ofrece en apariencia la repetición de las cosas. Pero en
todos los casos existen contextos diferentes, más aún en un país como el
nuestro, donde las prácticas políticas han sido bastante ajenas a un libre y
efectivo juego democrático. Porque aún estamos frente a una democracia nominal,
generalmente acaparada o decidida por un poder hegemónico, como fue el
porfiriato o en el largo periodo presidencialista del siglo XX mexicano, y
ahora sujeta a la lucha entre las elites que predominan en las facciones
partidarias, las que a pesar de todo, aun dentro de ellas y aunque colisionen
mutuamente por dominar la escena, se miden de no salirse de contexto, para
seguir dentro del juego. No hacerlo es quedar descartado, sobre todo cuando una
de estas facciones vuelve a tener la referencia de un poder presidencial en la
cumbre, igual como sucedió en 1917,
cuando a pesar de sus éxitos (la Constitución entonces; las reformas estructurales
ahora), el poder central debió verse de frente a las inercias regionales, que
cuestionaban su autoridad y sobre todo su decisión de marcar la línea política
electoral de alguna entidad.
Así
sucedió en Tamaulipas en ese 1917, cuando los generales Luis Caballero y César López de Lara, tras el
triunfo del constitucionalismo, quedaron situados en el camino de convertirse
en hombres fuertes de la entidad. El problema fue que solo uno podría
imponerse, por lo que su confrontación solo fue cuestión de tiempo. Esto
sucedió durante el proceso electoral que tuvo lugar ese año, para la renovación
de los poderes estatales y municipales. Para ese momento, Caballero mantenía
una relativa ventaja por cuanto al control político del estado, a través del
Partido Liberal, por lo que su objetivo era reafirmar su poder en forma
constitucional. Sin embargo, para el presidente Venustiano Carranza, el
caudillismo que ya encarnaba Caballero no iba acorde al designio de contar en
Tamaulipas con un gobernante más afín a las decisiones del gobierno nacional,
máxime que sobre esta entidad gravitaban los importantes intereses extranjeros
ligados a la industria petrolera, los que soterradamente financiaban a Manuel
Peláez, quien actuaba como jefe de las “guardias blancas” que custodiaban la
región de la Huasteca y se mantenía ajeno al gobierno carrancista.
Durante esta transición Carranza había nombrado a Gregorio Osuna como
gobernador provisional, responsable de celebrar los comicios en el estado, pero
que en primera instancia debió organizar las elecciones federales, en las que
se demostró el peso del Partido Liberal, al conseguir las dos senadurías (una
de ellas para el general Emiliano P. Nafarrate), además de tres de los cuatro
distritos electorales para las diputaciones. Aun con estos resultados, el
gobierno de Carranza impulsó la candidatura de López de Lara, bajo el sello del
Partido Demócrata Popular.
Realizar las elecciones en este contexto era apuntalar a Caballero,
quien además se había manifestado proclive a la facción política del general
Álvaro Obregón, quien de manera evidente pretendía suceder a Carranza en la
presidencia de la república. Esto hizo que el gobernador Osuna pospusiera la celebración
de los comicios para elegir al nuevo gobernador y al congreso. Carranza avaló
esta decisión con el argumento de la existencia de problemas laborales en
Tampico, que entorpecían las relaciones del gobierno nacional con las compañías
petroleras extranjeras, algo geopolíticamente muy espinoso, puesto que estaba
en juego el desenlace de la Primera Guerra Mundial, con la intervención de
Estados Unidos en el conflicto.
Y a
pesar de que Caballero presionó al gobierno de Carranza para la realización de
las elecciones en Tamaulipas, el presidente no se inmutó y para despresurizar
el tema nombró a Alfredo Ricaut como nuevo gobernador provisional del estado.
Para diciembre finalmente se celebraron las elecciones municipales, quedando la
mayoría de ellas en manos de personajes afectos a Caballero, quien quiso
demostrar con esto que era el hombre que resultaría inevitablemente electo en
los comicios para gobernador, que finalmente se celebraron el 3 de febrero de
1918. Sin embargo, los partidarios de López de Lara manifestaron tener mayoría
en el nuevo congreso local, declarando su triunfo, para enseguida instalarse
como la nueva legislatura; acto que de manera similar replicaron los
caballeristas. Entonces se observó en Ciudad Victoria el funcionamiento de dos
legislaturas, que avalaban a sus respectivos gobernadores, solamente soportados
por sus propios adeptos. La respuesta de Carranza fue no reconocer a ninguna de
las dos, turnando el caso a la comisión permanente del Congreso de la Unión,
luego al senado y finalmente se pidió parecer a la Suprema Corte de Justicia de
la Nación. En tanto, ambos contendientes se reunieron en la ciudad de México
donde se intentó una mediación política, la que acabó en el insulto personal y
en un duelo ocurrido en Chapultepec, que casi terminó en tragedia.
Mientras tanto en Tamaulipas el asunto tomaba un punto álgido. El
senador Nafarrate había asumido como gobernador interino, esperando el
reconocimiento del triunfo de Caballero. Sin embargo, en una visita que hizo a
Tampico fue asesinado, por sus opositores políticos. Esto caldeó aún más los
ánimos, máxime que Caballero no logró que Carranza cambiara de opinión. De
regreso a Ciudad Victoria, el siguiente paso fue la rebelión, que estalló el 18
de abril, tras negarse a negociar con Carranza por la vía telegráfica su
conformidad a mantenerse quieto y aceptar las órdenes superiores. El
presidente, a la par, ordenó al general Manuel M. Diéguez, que desde Tampico
avanzara hasta la capital de Tamaulipas, como también lo hizo desde Monterrey
el general Carlos Osuna. Presionado militarmente, Caballero arengó a sus
partidarios, recopiló los exiguos recursos públicos que había en las oficinas
públicas, y abandonó la capital, acompañado por Eugenio López, el comandante de
la 5ª división, que en total sumarían unos 1 600 hombres. El resultado de esta
decisión selló el destino de Caballero, pues fue derrotado en su intento de
hacerse fuerte en Santander Jiménez, dispersándose sobre la Sierra de San
Carlos. Y aunque intentó realizar una alianza con distintas facciones
opositoras a Carranza y con enviados de Peláez, no llegaron a ningún acuerdo,
perdiendo incluso este posible frente político. Finalmente, sin fuerza militar,
aislado y salido completamente del huacal, partió al exilio rumbo a Texas. En
tanto, en el estado las fuerzas políticas se ajustaron a los designios
provenientes de la ciudad de México. López de Lara se mantuvo disciplinado, lo
que le valió retornar a Tamaulipas en una nueva contienda electoral, bastante
arreglada con los nuevos señores del poder –los sonorenses, y sobre todo Álvaro
Obregón–, lo que le permitió convertirse en gobernador constitucional de
Tamaulipas en 1921, solo para caer en desgracia dos años más tarde, al
apostarle a otro gallo para la presidencia de la república por la vía de una
rebelión militar, pero esa ya es otra historia que después abordaremos.
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