Manuel González versus la
Villa de Aldama
Octavio Herrera Pérez
Al tomar posesión el
general Manuel González como presidente de la república en 1880, se dio a la
tarea de convertirse en un importante propietario rural en su entidad natal,
Tamaulipas. Para ello se aprovechó de las oportunidades de compra de varias de
las grandes haciendas que existían en la entidad. El momento era propicio,
porque los largos años de inestabilidad política habían descapitalizado a los
principales hacendados, los que se veían ahora presionados por un fisco estatal
que, ya organizado, no daba tregua en su exigencia de que se cubrieran los
adeudos, que en algunos casos hacían incosteable seguir sosteniendo la
propiedad. De eso se aprovechó el general González, logrando adquirir varias de
las principales haciendas del centro y sur de Tamaulipas, en su mayoría con
orígenes coloniales. Tal fue el caso de las haciendas de La Mesa, Dolores y El
Cojo, a las que pronto fue sumando otras, como la de Tamatán, situada en las
goteras de Ciudad Victoria, y otras en el distrito del sur del estado, que en
total sumarían unas 228,072 hectáreas.
El caso de la antigua hacienda de San
Melchor de El Cojo fue emblemático, pues aquí sentó un eje administrativo de
todo un rosario de propiedades que fue aglutinando paulatinamente, situadas en
los extensos municipios de Magiscatzin y Aldama. En este último caso, el
proceso de destrucción de propiedad individual de las porciones coloniales casi
se había consumado completamente, como se ha mencionado, por lo que el agente
del general González no tuvo más que hacer una buena oferta a los propietarios de
las haciendas de Cuestecitas, Santa Juana, la Azufrosa y Santa María, las que
en conjunto sumaban más de la mitad de todo el territorio municipal de Aldama.
Ante tan abrumador acaparamiento de tierra, fue lógico que los intereses entre
el gran hacendado y el pueblo de Aldama se contrapusieran por el acceso a los
recursos naturales de la región. Estos conflictos tendrían una viva expresión
en el derecho por la explotación de las salinas de mar y por el acceso al agua
para usos agrícolas.
La lucha por las salinas comenzó cuando
en 1891 el gobierno del estado avaló la venta celebrada por el ayuntamiento de
Aldama a favor de Pablo Castillo de las salinas que se dijeron pertenecer a ese
municipio, poseídas desde hacía más de cien años de manera ininterrumpida y
pacífica. Para lograr ese aval, los ediles llevaron a Ciudad Victoria los
títulos que respaldaban sus derechos, revisados por el secretario de gobierno,
Carlos María Gil, quien sustentó la aprobación oficial, porque reconoció que
los ayuntamientos no podían por leyes poseer y administrar un bien de esa naturaleza.
Los derechos del ayuntamiento de Aldama se basaban en la concesión otorgada en
1789 por el virrey de la Nueva España, Manuel Flores, al ordenarse la fundación de la villa de la Divina Pastora de
Presas del Rey. También presentaron un fallo favorable de la intendencia de San
Luis Potosí, sobre un litigio que sostuvieron los vecinos de Presas con los de
Altamira, el cual había sido ratificado por el virrey en junta general con la
real hacienda en 1805. El ayuntamiento acreditó también haber reclamado al
gobierno del estado y de la nación, el arrendamiento de salinas que había
celebrado con Ramón de la Garza Flores; y el haber obtenido de la asamblea
departamental en 1845, una declaración que reconocía sus derechos de propiedad,
y revocaba una orden librada contra unos vecinos de Soto la Marina que
pretendían aprovecharse de las salinas de Aldama. Por último, el ayuntamiento
exhibió las resoluciones hechas en 1884, que señalaban que la venta de las
salinas de Tamaulipas celebrado por el ejecutivo federal con Ramón Obregón en
1863, no comprendían las salinas de Aldama.
Toda la documentación anterior había
fundado la aprobación del gobierno del estado al contrato celebrado por el
ayuntamiento de Aldama y el señor Castillo, al apegarse a los preceptos
constitucionales que garantizaban la propiedad de la república, lo mismo que
los derechos de los particulares. Como en casos similares, el propio presidente
Juárez y sus sucesores, habían declarado que los títulos otorgados por el
gobierno español eran perfectamente legítimos y no necesitaban ratificación
alguna. Se añadió que con ello se ratificaba la plena facultad del ayuntamiento
para enajenar las salinas mediante un contrato convencional. Además, las
apreciaciones del gobierno se fundaban en el Código de Minería expedido en
1884, que consideraba a la sal gema como un producto mineral. En suma, esas
fueron las bases legales en las que fundó el gobierno su autorización, aunque sin perjuicio de tercero, sujeto a los
tribunales del orden común, para quien se sintieran atacado en sus derechos.
Al recibir la información del gobierno de
Tamaulipas, el general Manuel González dijo sentirse afectado en sus posesiones
de la hacienda de Cuestecitas, que comprendían algunas de esas salinas.
Manifestó no ser exacto que las salinas pertenecieran al municipio por más de
cien años en forma ininterrumpida, y que, como el propio gobierno lo reconocía,
el municipio estaba incapacitado por leyes para poseer en propiedad y
administrar bienes raíces, ¿cómo
entonces podía tener el carácter de dueño y ser poseedor legal?; que eso, en un
buen juicio, era un contrasentido; como también lo era el denuncio de algo que
se decía tener en posesión. Creía que había una adulteración de la
documentación del ayuntamiento, lo que demostraría con acreditaciones del
Archivo General de la Nación, y en todo caso, si las autoridades coloniales
expidieron algún documento a favor de sus fundadores, lo hicieron por el
usufructo de sales y no el dominio de las salinas, pues ni al propio conde de
Sierra Gorda se le habían concedido peticiones de esa naturaleza. El general
González añadió que las salinas eran bienes de la nación y que inclusive el
gobierno de Tamaulipas no objetó la venta que el presidente Juárez hizo a favor
de Ramón Obregón, quien se las había vendido a él. Concluyó denunciando que el
asunto tenía vicios de procedimiento, al negar el derecho de audiencia a los
afectados, que ninguna autoridad podía autorizar un despojo y solo los
tribunales eran los únicos competentes para dirimir la situación.
El pleito por el agua comenzó a tener una
expresión pública, cuando en 1896 se ventiló la carencia del vital líquido en
la villa de Aldama, por lo que algunos de sus habitantes se habían “visto
obligados a salir con sus animales para el rumbo de Tampico, en busca de los
auxilios más indispensables para la vida”. La causa era que en la hacienda de
Santa María usaban las aguas para regar sus siembras, y se la negaban a los habitantes
de la villa, por lo que la autoridad y el pueblo elevaron una solicitud al
gobernador Guadalupe Mainero para que los ayudara. El tema del agua provenía
desde que en 1827 el gobierno del estado había regulado el acceso que tuvo de ella José Antonio Boeta y Salazar, propietario
entonces de la hacienda de la Azufrosa, pero que debía compartir con el pueblo
de Presas. Sin embargo, con la
adquisición de esa propiedad por el general González, sus administradores actuaban
con gran autonomía y especulaban con la dotación del líquido, previa
compensación, a algunos agricultores del pueblo, pero siendo implacables con
los vecinos que iban a los terrenos de la hacienda a cortar palma, leña o
pastura, muchos de los cuales fueron “encarcelados, multados y en épocas
anteriores, hasta puestos en cepo”, ya que por la propia influencia del general
González, varios administradores de sus haciendas llegaron a ocupar la
presidencia municipal de Aldama, como Guilebaldo Ramón, Teófilo Treviño y
Domingo Castillo. Este problema subsistió durante años, y aun se prolongó más
allá del estallido de la revolución, pues en 1912 la hacienda de Santa María
hizo edificar una gran presa de concreto que interrumpió completamente el flujo
de agua hacia la villa de Aldama. E incluso pasó el tiempo más allá de la
expedición de la Constitución de 1917 y las cosas seguían sin cambios, hasta
que al año siguiente el abogado F. Infante Guillén entabló un litigio frontal
contra la hacienda de Santa María a nombre del pueblo de Aldama. Hasta aquí el
avance en la indagatoria historiográfica, pues faltan más tareas de
investigación para conocer el desenlace de estos conflictos, pero ahí la
llevamos.
ocherrera@uat.edu.mx
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